Ya no podía caminar. Se mantenía sentado sobre las arenas, al lado de una piedra de amolar. Afilaba una y otra vez su pala. Pero de allí no se movía. Sus generosas y corvas piernas ya no tenían fuerzas para movilizar un torso aún con energías, a pesar de una piel lampiña y sin verrugas; pero llena de infinidad de surcos. Era tuerto, con una barba escasa y unos bigotes muy separados y solos poblados sobre la comisura del labio superior. Del ojo inútil le salían gotas de lágrimas a manera de un mucílago que mantenía la cuenca ocular humedecida. Nunca se le vio con camisas ni pantalones. Su vestimenta se limitaba a un escaso guayuco y unas sandalias de cuero crudo fabricadas por sus propias manos. Hablaba en tono recio y reía estruendosamente. También era un excelente conversador. Ocasionalmente usaba un trapo en la cabeza a manera de pañuelo y en sus manos, algunas veces se le veía un burdo bastón.

Como no tenía incisivos en el lindero frontal de la cavidad bucal, cuando hablaba, su lengua se asomaba con ritmo y frecuencia. No hablaba ni entendía el castellano. Lógicamente analfabeta. No conocía el dinero. Cuando le trabajó al marido ganadero de Emilia, los billetes o monedas que recibía se los daba a sus hijas sin repararlos. En esos días no había tiendas en la Guajira, pero si traficaban unos comerciantes. Los cueros de chivos se tenían  por “papel moneda”. No había servicios, solo los soldados del coronel Reyes en Paraguaipoa. El médico más cercano estaba en el Moján, se trataba de un galeno alemán.

Cuando necesitaba algo se lo exigía a Matilde o a su hija Emilia. Sus deudas las cancelaba con trabajo.

Sonreía con ternura. Saludaba con mimos a los más pequeños cada vez que se les acercaban. A pesar de su aspecto, en su interior todo era dulzura y bondad. Una biblioteca viviente de historia, crónica y mitos wayuu. Cuando falleció, sería como los árboles que se secan y pierden la fresca sombra de la oralidad wayuu. Y se entendía que a los mayores y, en especial a él, se les debía rendir culto en su calidad de abuelo casi centenario. Cualquier maltrato o burla que se le hacía ya inválido era a espaldas de Emilia y su gente.

Cierta vez, una mujer que recogía en el suelo aceitunas goteadas de madurez, logró ver al anciano desde las hendijas de una empalizada sobre las arenas del camposanto. Era muy temprano. Tenía las piernas aún fuertes, pero mientras apartaba las arenas parecía gatear. Buscaba con afán las menudencias de un esqueleto. Parecía un huaquero en tierras taironas buscando tumas. Se trataban de huesecillos de manos y pies. No debía de dejar nada por varias razones: era una empresa voluntaria. La difunta podía reclamarle en sueños que en las arenas quedaron pequeñas piezas de un cuerpo que hacía más de una docena de años habían enterrado en un cuero de res. El cuero había desaparecido. También las vestimentas debido a la magia y abrasión de las arenas. Se trataba de su madre. Desenterraba tumas sentimentales.

El cuerpo del sexagenario estaba impregnado de arena, sobre todo sus brazos y manos. Las lágrimas del ojo inútil mantenían a raya las arenas. Con el ojo activo escrutaba las arenas una y otra vez. Debía estar consciente, de que con su visión intacta, la tarea sería menos penosa. Pero era recio y sin complejos. A su pobreza se le sumaba la ausencia de uno de sus ojos.Todo lo hizo en secreto. No quería compartir a su madre con nadie. Ni siquiera con Emilia, su “única familia” racional.

Con el trozo de tela que le solicito a la wayuu uliana improvisó un bolso y en este acomodó con reverencia todos los huesos. Uno por uno. También las menudencias que halló en la punta de las cuatro extremidades. El bolso tenía también para él un propósito de vestidura que cubriría la vergüenza de la desnudez de esos restos humanos

¡Le habló al cráneo de su madre. La saludó. -Le dijo que se iban de viaje, que le traía “ropa” razón por la cual, a su manera le colocó un pañuelo con un nudo en el área occipital. Para el efecto, rasgó como media yarda al corte de tela. No debía de viajar sin pañuelo, como un gesto de reverencia al cosmorama wayuu.

 Le habló nuevamente a su madre, que “lo escuchaba” estrenando un pañuelo nuevo. Le dijo,  -colocándola entre unos arbustos de barredero: voy a comer algo donde mi hermana. En horas vespertinas iniciaremos tú y yo un viaje a tu última morada. Espérame aquí. No te impacientes. Volveré a buena hora.

Ya de nuevo en la casa de la abuela. En un chinchorrito reciclado se le sirvió su almuerzo. Cecina en sopa de auyama. Le exigió a la abuela que le consiguiese  una garrafa de ron. Pensaba que el aguardiente podía anestesiar en el camino, al hambre y la fatiga. Meditando sobre el viaje se quedo dormido.

No practicó el ayuno recomendado a los exhumadores de cadáveres. Sabía que tenía que comer. En otro bolsito tenía unos trozos de carne salada que les había solicitado a unos de sus hijos, dueño de unas ovejas. A éste tampoco le confesó nada. Solo le dijo que se trataba de un sueño: que debía de comer carne de oveja, cruda pero salada.

Cuando despertó, a prima noche todos los de la casa estaban dormidos. Guardó la botella de ron, la carne salada  y calzó sus cotizas de cuero peludo de res sin curtir.

Llegó al camposanto, se dirigió a los arbustos de barredero y le dijo a su madre: “ha llegado la hora de partir, la noche está fresca debido a la presencia  de una suave brisa”. Viajaría bajo una bóveda de luceros y una luna llena que iluminaba a la sabana como si fuese de día. Caminó en rumbo al norte, por el camino de todos, recién trillado por un camión donado a “un cacique” por el gobierno de Caracas.

Pasó por Guichep, Laguna del Pájaro y Pararú. Y de inmediato, en las proximidades de A`yajuui se encontró en el lugar donde había sido asesinado su patrón en el año 1.921. Recordó las bondades de su amo, a quien le había ordeñado reses en un fundo ubicado en La Laguna de Sinamaica llamado El Jabal. Recordó también que fue asesinado, a pesar de que le pagaba “vacuna” al coronel gomecista Juan Bautista Reyes. El impuesto consistía en una res mensual para el consumo de la tropa de la fortaleza de la isla de San Carlos de La Barra.

Con su único ojo escrutó la humilde cerca de estantillos. En el centro del cercadito se encontraban tres esferas de una variedad de cactus espinoso. El ojo apagado permanecía humedecido, con algunas pestañas hundidas entre el líquido. Suspiró con fuerza y luego le dijo a su mamá: “debemos continuar,  descansaremos en la orilla del caño de Neima, donde seremos recibidos por la alborada y en donde con buena suerte los pescadores nos podrían brindar unas totumas con trozos de tortuga guisada”.

Le hablaba a su mamá con respeto y ternura, y del mismo modo con que se conversa con una persona con vida. El lazo ajustado en el occipital del cráneo sobresalía de la talega, donde en contacto con el viento, la tela del lazo adquiría un incansable movimiento propio de cosas con vida y sobrada energía.

Era introvertido hasta en sus expresiones. Había enviudado hace muchos años y una vez, presionado por la soledad, sintió ansias de compañía o pareja, y así le dijo a la abuela en una ocasión mucho antes del velorio:-    Tachee – cuando me acuesto lo hago solo. Siempre están a bordo del chinchorro mis dos pies. Quiero embarcar otro par para así poseer  cuatro pies.

 Por esta distraída en el momento Emilia  no le entendió y se quedó pensativa y él agregó de inmediato: –  Quiero dormir con una mujer. Y así, con sonora carcajada, la abuela terminó por comprenderle.

Hablaba un wayuunaiki entretejido de imágenes y metáforas. Se trataba de un poeta y sabio. A su madre la llamaba ta’ata (mi estuche) y a las vacas ma’ama (madre).

 Cuando llegaron al caño A’munolü; uno de los brazos de aguas de lluvias, aliviadero del Paraguachón, le comentó a su “acompañante” – Madre, se están evaporando los pozones del caño y en su lugar se acumula un grueso y pegajoso cieno, muy peligroso para animales sedientos. El agua se seca a causa del viento y el calor; los dos más agresivos sobrinos del verano. Ellos inician el daño y el tío hace su cosecha de muerte y ruina. El verano es el cacique del desierto y un jinete perverso que agita y llena de espuma al imperio del Golfo.

La madre solo “escuchaba” pero no le contestaba. Él tampoco esperaba respuesta. Solo el lacito del pañuelo, parecía entusiasmado de vida por el retozo de la brisa reinante.

A la medianoche siguiente de haber pernoctado en caño Neima, le tocó pasar también por el caño de Cojoro. Allí “le comentó” a la madre, bajo la intensa claridad de la luna. – No se ve nadie por aquí. Los cobradores de peaje deben estar durmiendo una borrachera. De todos modos somos desposeídos… el único tesoro que  llevo a cuestas eres tú. Dentro de cuatro días, luego de que te deposite al lado de tu madre en el cementerio de Perpanou, volveré a quedar solo y ataviado de vejez y pobreza.

El anciano había llegado años atrás a Macoomatira, procedente de la Alta Guajira, debido a la muerte de un wayuu provocada por un hermano suyo. El homicida se fue con su mujer hacia los lados de las salinas de Manaure, buscando el apoyo de sus cuñados. Los habitantes de esas costas eran hombres bien armados. Hasta allá no irían sus enemigos a solicitar su sangre.

 Kaashana decidió trasladarse hacia Paraguaipoa. Había oído que allí existía la presencia permanente de soldados. Traía también un pequeño rebaño de chivos y ovejas.

 se asentaron a la sombra de unos frondosos cujíes en las proximidades del cocal y casa de Matilde y su hija. Ellos sabían de estas señoras por referencia, más no la conocían personalmente. Pero seguro estaban que eran uliana y de conducta transparente.

Una madrugada, una vecina y cuñada de las abuelas fue a visitarlas. Les dijo, que procedente de la península había llegado un wayuu aapüshana con varios hijos de ambos sexos con un pequeño lote de chivos. Era viudo. Venían huyendo a un enfrentamiento debido al homicidio que había provocado un hermano del recién llegado. El viajero también se trajo a su madre enferma, para evitar que la asesinasen. Por cierto que debido al malestar y a la amargura del éxodo, falleció poco después.

la abuela le dijo a su vecina que les informara que el corral de su ganado estaba a la orden de sus semovientes, lo mismo que su casa y su amistad.

Así nació una relación que se constituyó familiar. Los nietos del viejo también pasaron a ser nietos de Emilia. Kaashana, aún  lleno de vitalidad fue empleado como ordeñador en una hacienda de un alíjuna marido de Emilia. Se trataba de un ganadero nacido en Maracaibo y con una esposa también alijuna. Tenía dos piraguas y varias posesiones en las vecindades de la Laguna de Sinamaica. Posteriormente Emilia enviudó, el ganadero fue asesinado por orden de un coronel del ejército.

Así pues, se sabrá que no eran esclavos de nadie, sino una familia que huyéndole a una ligereza derivable en posible guerra, buscaron refugio en las vecindades de Paraguaipoa.

Después de andar unas veinte leguas, caminando de noche bajo claros de luna para evitar la insolación, llegó al cementerio de Perpanou, aldea pequeñita ubicada en el estribo de Macuira y al noroeste de Castilletes. Esos confines parecen ser el génesis de la etnia wayuu. Cualquier enorme hendidura u hondonada de esa serranía debió ser la gigantesca vagina de la madre tierra, donde caminando desde su interior, salían gruesas columnas de wayuu.

En la aldea vivían unos sobrinos de su madre, pero el cementerio estaba en el camino y en una explanada al suroeste de los ranchos. Sus menguadas fuerzas debido a la sed y el hambre, no le permitían hacer ninguna clase de notificación.

Estaba muy cansado. En una especie de cueva excavada con propósitos funerarios se encontraban los restos de los antepasados de la mamá de Kaashana. Él conocía la vasija correspondiente a su abuela y sobre ellos colocó los de la difunta. Colocó la talega bajo los envases y le dejó el pañuelo en el cráneo de su madre. Miró con su único ojo, y por última vez, según su presentimiento dado a su edad, a los restos para él sagrados de su abuela y su madre. En su ojo averiado, unas lágrimas en vano trataban de rehabilitar la visión. Con las pocas fuerzas que le quedaban terminó de llegar a la casa de sus primos y se tendió en el suelo a dormir profundamente.

Durmió toda la tarde hasta la madrugada siguiente. A esas horas tomó alimentos. También consumió leche ácida (yogurt) y de inmediato fue sometido por las ancianas a un intenso interrogatorio. A ellas si les confesó la verdad y motivo de su traslado. No había razones para ocultarles nada a las sobrinas de su madre.

Ya acomodado en un chinchorro, las mujeres le recriminaron su actitud por no haberles notificado con antelación sobre sus propósitos. Él les dijo: – Pónganse en mi lugar. Me encuentro solo. Soy un hombre pobre, no poseo mulas ni caballos. No tengo animales para regalar, razón por lo que no he invitado a nadie. Mis hijos atienden sus animalitos y a su familia. Soy el único señalado para esta tarea que he cumplido amorosamente y que me brindará hasta la hora de mi muerte una gran satisfacción. Ella está allá en el cementerio. No va a ser difícil identificarla. En su cabeza le dejé el pañuelo que utilizó en el viaje, tal como solía hacerlo en vida y sobre todo cuando íbamos a las goletas de Castilletes, a cambiar un chivo por panela y maíz. Vayan y llórenla tal como yo lo he hecho durante esta última semana.

Una madrugada en casa de la abuela Emilia, luego de dos meses de ausencia, una jovencita nieta de Kaashana, dirigiéndose a la hamaca de la anciana le dijo:- Llegó el tapaai, al parecer a medianoche. Se encuentra en el cobertizo en su chinchorrito reciclado.

La anciana le dijo a la muchacha:-En la cocina, guindando de un

garabato en una olla, hay un sabroso guiso en coco de lisa salpresa. Prende la leña. Cuando despierte le brindas la comida tibia. Dale chicha, café, agua y lo que te pida.

Al amanecer los dos longevos; la vieja y el recién llegado iniciaron el

reencuentro y el diálogo. La anciana le dijo:- Has llegado al parecer de un largo viaje. Espero que te haya ido bien y que encontrases los tuyos sin novedad. ¿Están en La Guajira Arriba los pastos verdes y las ganaderías gordas?

La abuela no le habló del traslado de los restos de su madre. Fingió no saber nada. Pero los tres kilómetros que separan su casa del cementerio de Atnaira fueron salvados por una cadena de oralidad. De casa en casa y hasta la vivienda de la vieja Emilia llegó la noticia de que lo habían visto muy temprano  removiendo las arenas del cementerio de Atnaira.

Los dos ancianos no se miraron para obviar o ver la desnudez de la verdad. No le preguntó sobre ese particular para no herir un sentimiento de gran intimidad. En ese velorio se cumplieron todos los cánones de la cultura funeraria wayuu, sólo que las limitaciones de la insolvencia le dieron un marco de discreción. Al anciano sólo le interesaba su obligación en calidad de hijo consciente y responsable.

La abuela distrajo su vista observando como de costumbre las arenas blanqueadas de sol y en el horizonte sur, la serranía de Guana. Minimizada  a distancia, inmóvil y entregada profundamente a su sueño de siglos.

Mientras Kaashana en silencio, con un ojo fatigado, y el otro húmedo e inútil, con un trozo de vara, a manera de rústico bastón, dibujaba en el piso de arena unos glípticos que representaban la espiral de su vida, casi anónima sin bienes, propaganda, ni arandelas.

                                                                                Juan Pushaina

Carretal, Diciembre de 2.007