A ella se le conoce como La Dama de El Saladillo.

Porque un día decidió vivir entre los pobres, entre los mulatos, entre los negritos, entre los artesanos; y los sirvientes de los amos blancos de la Plaza Mayor.

Y ocupó una vieja ermita sembrada hace muchos siglos, donde se veneraba a San Juan  de Dios; entre las salinas cercanas al lago y el bullicio de las calles, amarilladas de tanto robarle luz al sol.

En El Saladillo de Maracaibo había decenas de casitas llenas de colores brillantes y de portones hermanos. Y mucha gente, que ayudó a construirle un templo grande y hermoso, le regaló todas sus joyas para coronarla. Y la nombró su reina.

Pero un día, al Saladillo le tumbaron las casas, le segaron los parques; y le rompieron el corazón a la ciudad. Y la Virgen se quedó sola en su basílica grandota, que le habían construido los pobres, los mulatos y los negritos -abuelos, padres y nietos de El Saladillo.

También el pueblo wayúu la nombró reina de La Guajira.

En verdad, la Virgen del Rosario ha sido reina por muchos siglos. Desde que, en un pueblito de Portugal conocido como Fátima, se le apareció a un fraile llamado Domingo de Guzmán. Era el año 1208. Ella llevaba un rosario en la mano. Le enseñó a rezarlo y le pidió que él lo enseñara a otros.

Domingo se lo enseñó a los soldados de su amigo Simón IV de Montfort, antes de una batalla. Dicen que, gracias al rosario, el ejército católico salió vencedor; y Montfort – en gratitud-  levantó la primera capilla dedi

cada a la imagen.

En Colombia, también es reina. Por decreto del 18 de julio de 1829 es proclamada oficialmente la patrona de ese país, después de muchos milagros.

Su historia comienza en una colonia conocida como Sutamarchán. Hacia el año 1562, el encomendero Antonio de Santana encargó a un platero de Tunja –otro pueblito colombiano- que le pintara la imagen de la Virgen del Rosario para su capilla.

Una manta de algodón, de trama toscamente tejida por los indígenas, sirvió de lienzo a la pintura. Y de las flores y los frutos y las raíces y la tierra sacó los colores para el cuadro, mezclándolos con claras de hue

vo, en una técnica que se conoce como al temple.

Como la tela era más ancha que larga, el artista pintó a la derecha de la Virgen a San Antonio de Padua; y a su izquierda, a San Andrés Apóstol, que la escoltan hasta hoy. El primero, para honrar al encomendero, llamado Juan; y el segundo, en gratitud al fray dominico Andrés de Jadraque, que lo había recomendado.

Desde el techo de paja, el agua de lluvias fue haciendo mella en la pintura, hasta que sus imágenes se volvieron borrosas y perdieron las formas. Con el tiempo, el cuadro fue devuelto a su dueño y pasó a ocupar el cuarto de los chécheres en una vieja capilla del pueblo de Chiquinquirá. Más o menos desde 1578.

Xequenquirá es una voz de los indígenas que quiere decir “lugar de adoración a los dioses”. Este pueblito se tiende sobre el valle de Sarabita, cerca de Boyacá, en una hondonada llena de niebla y pantanos, donde crecen bosques frondosos de un árbol, conocido como terebinto, que es fuente de la trementina; y que ha sido citado tres veces en el Viejo Testamento.

La cuñada del viejo encomendero, María Ramos, había rescatado la imagen para llevarla a un pequeño santuario en la estancia familiar de Chiquinquirá. Una mañana, la imagen se iluminó, se avivaron sus desvaídos colores; y la figura de la Virgen pareció salirse de la tela, llena de luz. Testigos de ello fueron una indígena que conversaba con ella y su pequeño hijo, que gritó:

  • Madre, madre, la Virgen está parada en el suelo…

Este fue su primer milagro sobre tierra colombiana.

En Maracaibo, los primeros devotos de la Virgen de Chiquinquirá habían sido los marinos y pescadores, cuyos barcos y canoas no izaban anclas sin su imagen a bordo.

Y es que al Zulia, la

Chiquinquirá le llegó, con su media luna y su manto y su rosario y su niño- en un marullo. Le llegó por el Lago desde los ríos colombianos. En alguna goleta con cargamento hacia los mares, hacia los puertos de otros continentes. Dos siglos después.

Hay quien dice que los piratas se habían robado esta imagen en alguno de sus saqueos a los puertos colombianos y que fue pintada en el siglo XVI.

En esos tiempos, las lavanderas batían sus ropas en las orillas. Y veían pasar los bongos, bergantines y piraguas en el eterno vaivén del comercio maracaibero.

María Cárdenas era una de ellas. Vivía en una pequeña casa del centro de Maracaibo, entre las calles Venezuela y Ciencias. Estaba en plena faena cuando vio flotar una tablita sobre las aguas. La tomó para usarla como tapa de su tinaja.  A los días, vio como el dibujo de unas imágenes. Y la colgó de su pared.

María Cárdenas fue la primera sorprendida: después de hacer mucha bulla, golpeando el muro, el cuadrito se había iluminado y en él con tres imágenes: la de una Virgen con el niño montada sobre una media luna; y dos santos, uno a cada lado.

Sus colores se avivaron

y nacieron de nuevo los ocres y los sepia, también de fuentes naturales, también tratados al temple. Era la Virgen del Rosario de Chiquinquirá. Era una virgen morena. Nacía la mañana del 18 de noviembre de 1709.

Con los gritos de la anciana “¡Milagro¡ ¡Milagro¡”, ese día empezaron su fama y la devoción del vecindario, que se desbordó de sus propias fronteras.

Años más tarde, Maracaibo quiso honrarla trasladando su imagen a la Iglesia Mayor, la de San Pedro y San Pablo, la Catedral de la ciudad. Al salir en procesión, la tablita se hizo tan pesada que fue imposible moverla. Una voz, entonces, propuso:

-¿Será que quiere ir a otro lado? ¿Será que quiere ir a San Juan de Dios?
Siguiendo este sentimiento, el pueblo  cruzó a la derecha. Y la carga se hizo liviana, como un puñado de pétalos de flores. Desde entonces, vive allí, vecina de El Saladillo solitario, amada soberana del Zulia, entronizada reina desde su misma historia, desde su secular fervor.

El Papa Juan Pablo II visitó una vez a Maracaibo. Y, al verla,  dijo: “ella es la Virgen del Zulia. Ella es una chinita”.