PEETPANO`U

Tierra de perdices

Pocos años  después de un extenso y último viaje de ida y vuelta a pie a la Alta Guajira, el anciano wayuu perdió el favor de sus piernas. Ya no podía caminar. El viaje en referencia fue con el propósito de trasladar unos restos humanos del cementerio de Mocoomatira a su par de Peerpanou, en la Alta Guajira entre los que mediaba algo más de ciento veinte kilómetros. El punto de partida se encuentra en la base de la Península de La Guajira y no lejos de Paraguaipoa. En ese lugar se observa un suelo eminentemente arenoso modelado por la ingeniería del viento y del Golfo de Venezuela, con vocación también ideal para asentamiento humano, siembra de cocoteros y pesca en sus dilatadas y generosas playas. Por su parte Peerpanou era el asiento del linaje del anciano. Lugar de génesis, vivencias y descanso eterno sobre las estribaciones de la Serranía de Macuira. Para ellos, paraje mágico y encantador donde vivieron sus ancestros entre menguas, pequeños morros de granito y amplias explanadas sembradas de piedras y de algunas bandadas de perdices.

El longevo en mención, ya lisiado se mantenía entre las viviendas sentado sobre las arenas al lado de una piedra de amolar. Para entretenerse afilaba inútilmente una y otra vez su pala, pero de allí no se movía. Trataba de participar en las minucias y también opinaba sobre temas de importancia que se desarrollaban en su alrededor. De vez en cuando espantaba a gallinas, perros o cerdos ajenos al hogar de la familia donde convivía.

Sus generosas y corvas piernas ya no tenían fuerzas para movilizar a un torso aún con energía. De piel lampiña

tostada de sol y sin verrugas pero llena de infinidad de surcos. Era tuerto, con una barba escasa y unos bigotes muy separados y sólo poblados sobre la comisura del labio superior. Del ojo inútil le salían lágrimas a manera de un mucílago que mantenía la cuenca ocular humedecida. Nunca se le vio con camisas ni pantalones. Su vestimenta se limitaba a un escaso guayuco y unas sandalias de cuero crudo fabricadas por sus propias manos. A pesar de una invalidez por las graves dolencias de sus piernas, todavía le quedaba una voz recia y con una risa sonora, celebraba los chistes propios del humor nativo, como un ingrediente, utilizado por todos para ablandar la dureza de la vida en el desierto wayuu.

Ocasionalmente usaba un trapo en la cabeza a manera de pañuelo y en sus manos, algunas veces se le veía un burdo bastón. Como no tenía incisivos en el lindero frontal de su cavidad bucal, cuando hablaba, su lengua se asomaba con ritmo y frecuencia. No hablaba ni entendía el castellano.  No conocía el dinero. Cuando le trabajó al marido ganadero de Emilia, los billetes o monedas que recibía se los entregaba sonriente a sus hijas sin repararlos.

En esos días no había tiendas en La Guajira, pero sí traficaban unos comerciantes. Los cueros de chivos se tenían como por “papel moneda”. No había servicios, sólo los soldados del coronel Reyes en Paraguaipoa. El médico más cercano estaba en El Moján, se trataba de un galeno alemán.

Cuando necesitaba algo, se lo exigía a Matilde o a su hija Emilia. Sus deudas las cancelaba con trabajo.

Era sensato, honesto, servicial y sin desviaciones. Sonreía con ternura. Saludaba con mimos a los más pequeños cada vez que se les acercaban. A pesar de su  aspecto, en su interior todo era dulzura y bondad. Una biblioteca viviente de historia, crónica y mitos wayuu. Cuando falleció, sería como los árboles que se secan y pierden la fresca sombra de la oralidad wayuu. Y se entendía que a los mayores y, en especial a él, se les debía rendir culto en su calidad de abuelo casi centenario. Cualquier maltrato o burla que se le hacía ya inválido era a espaldas de Emilia y su gente.

Cierta vez, una mujer que recogía aceitunas goteadas de sazón en el suelo, logró ver al anciano desde las hendijas de una empalizada sobre las arenas del camposanto. Era muy temprano. Tenía las piernas aún fuertes, pero mientras apartaba las arenas parecía gatear. Buscaba con afán las menudencias de un esqueleto. Parecía un huaquero en tierras taironas buscando tumas. Se trataban de huesecillos de manos y pies. No debía dejar nada por varias razones: era una empresa voluntaria. La difunta podía reclamarle en sueños que en ese cementerio quedaron pequeñas piezas de su cuerpo que hacía más de una docena de años habían enterrado envuelta en la piel de una  res. El cuero había desaparecido. También las vestimentas, debido a la magia y abrasión de las arenas. Se trataba de su madre; desenterraba tumas sentimentales.

El cuerpo del sexagenario estaba impregnado de arena, sobre todo sus brazos y manos. La humedad del ojo inútil mantenía a raya las arenas. Con el ojo activo escrutaba las arenas una y otra vez.  Estaba consciente de que con su visión intacta, la tarea sería menos penosa. Pero era recio y sin complejos. A su pobreza se le sumaba la ausencia de uno de sus ojos.

Todo lo hizo en secreto. No quería compartir a su madre con nadie. Ni siquiera con Emilia, su “única familia” racional. y todo era consecuencia de no haber tenido hermanas ni mucho menos sobrinas. La matriliniedad se había descontinuado.

En general, la exhumación, limpieza y reubicación de los restos humanos implica un importante acto de la cultura funeraria wayuu, que se lleva a cabo, como en las mayorías humanas con una inmensa motivación sentimental. Hoy en día los propios y ajenos, identifican a esta luctuosa iniciativa en idioma castellano como “el segundo velorio”.

Con un trozo de tela nueva que le solicitó a Emilia, la wayuu uliana, improvisó un bolso y en éste acomodó con reverencia, todos los huesos. Uno por uno. También las menudencias que halló en la punta de los cuatro miembros. El bolso tenía también para él un propósito de vestidura que cubriría la vergüenza de la desnudez de esos restos humanos.

Le habló al cráneo de su madre. La saludó. Le dijo que se iban de viaje, que le traía “ropa”, razón por la cual, a su manera le colocó un pañuelo con un nudo en el área occipital. Para el efecto, rasgó como media yarda al corte de tela. No debía viajar sin pañuelo, como un gesto de reverencia al cosmorama wayuu.

Le habló nuevamente a su madre, que “lo escuchaba” estrenando un pañuelo nuevo, colocándola entre unos arbustos de barredero: Voy a comer algo donde mi “hija”. En horas vespertinas iniciaremos tú y yo un viaje a tu última morada. Espérame aquí. No te impacientes. Volveré a buena hora.

 Ya de nuevo en la casa de la abuela, en un chinchorrito reciclado se le sirvió su cena. Cecina en sopa de auyama. Le exigió a la abuela que le consiguiese  una garrafa de ron.

Pensaba que el aguardiente podía anestesiar en el camino, al hambre y la fatiga. Meditando sobre el viaje antes de disfrutar de un corto y necesario sueño pensó en aquel primer viaje con los hijos de un hermano ya fallecido años atrás, huyéndole al conflicto provocado por el asesinato de un vecino. Y así, enhebrando recuerdos se quedó dormido.

Como los wayuu no conocen los calendarios, hacen referencias con la evolución del cuerpo. Algunas ancianas wayuu con virtudes de cronistas utilizan en sus relatos la referencia del gateo o de los primeros pasos, de la ausencia o presencia de su menstruación, senos, matrimonio, partos o la muerte de un personaje del universo wayuu. En crónicas muy remotas se utilizó también un eclipse solar.

En aquellos días que Kaashana llegó buscando las proximidades de los soldados de Paraguaipoa, estaba abandonando su juventud para entrar a una madurez con sobradas energías. Ahora se encontraba en una vejez donde aún le quedaban algunas fuerzas para invertirlas en un viaje donde la razón no solamente era el reclamo del cementerio de Peerpanou, que en sueños solicitaba los despojos de la finada, sino también a una irresistible atracción o el llamado de Macuira y Peerpanou desde donde se divisaban las costas y vastísimas regiones de la Guajira Arriba.

No practicó el ayuno recomendado a los exhumadores de cadáveres. Sabía que tenía que comer. En otro bolsito tenía unos trozos de carne salada que les había solicitado a unos de sus hijos, dueño de unas ovejas. A éste tampoco le confesó nada. Solo le dijo que se trataba de un sueño: que debía comer carne de oveja, cruda y salada.

Cuando despertó, a prima noche, todos los de la casa estaban dormidos. Guardó la botella de ron, la carne salada  y calzó sus cotizas de cuero de res sin curtir.

Llegó al camposanto, se dirigió a los arbustos de barredero y le dijo a su madre: “Ha llegado la hora de partir, la noche está fresca debido a la presencia  de una suave brisa”. Viajaría bajo una bóveda de luceros y una luna llena que iluminaba a la sabana como si fuese de día. Caminó en rumbo norte, por el camino de todos, recién trillado por un camión donado a “un cacique” por el gobierno de Caracas.

Pasó por Wuichep, Uleeri y Pararú. Y de inmediato, en las proximidades de A`yajuui se encontró en el lugar donde había sido asesinado su patrón en el año 1.921. Recordó las bondades de su amo, a quien le había ordeñado reses en un fundo ubicado en La Laguna de Sinamaica llamado El Jabal. Recordó también que fue asesinado, a pesar de que le pagaba “vacuna” al coronel gomecista Juan Bautista Reyes. El impuesto consistía en una res mensual para el consumo de la tropa de la fortaleza de la isla de San Carlos de La Barra.

Con su único ojo, escrutó la humilde cerca de estantillos. Ladeaba su cabeza, buscando como los pájaros una eficiente visión. En el centro del cercadito se encontraban tres esferas de una variedad de cactus espinoso. El ojo apagado permanecía humedecido, con algunas pestañas hundidas entre el líquido. Suspiró con fuerza y luego le dijo a su mamá: “Debemos continuar,  descansaremos en la orilla del caño de Neima, donde seremos recibidos por la alborada y en el cual  con buena suerte los pescadores nos podrían brindar unas totumas con trozos de tortuga guisada”.

Pudo haber tomado dos burros con sus enjalmas. Las dueñas nada le iban a reclamar. Pero algo le decía que debía viajar a pie, para no sentirse endeudado de favores. También quería disfrutar de la satisfacción de llevar en su espalda unas sublimes y escasas libras de peso de unos huesitos aligerados por la acción de las arenas, despojos que a pesar de todo, le habían obsequiado  la existencia.

Mientras buscase solidaridad para su empresa sentimental perdería tiempo y dejaría de andar como unos treinta kilómetros. Además, era responsabilidad de él velar por la seguridad e integridad del que lo acompañase. En el peor de los casos, tenía que responder ante la  ley de ellos por la remota posibilidad de la mordedura de una serpiente cascabel en una de esas noches de viaje, o el de un flechazo provocado por un kusina altanero o borracho. Cada vez más aumentaba su pasividad y malicia. Y le inquietaba el desarrollo de una nueva generación de indígenas con pantalones, que investidos de autocracia manipulaban y maltrataban  a los de  abajo con los argumentos de la ley wayuu.

En pleno viaje “le hablaba” a su mamá con respeto y ternura, del mismo modo como se conversa con una persona viva. El lazo ajustado en el occipital del cráneo sobresalía de la talega, donde en contacto con el viento, éste adquiría un incansable movimiento propio de cosas con vida y sobrado entusiasmo.

Era introvertido hasta en sus expresiones. Había enviudado hace muchos años y una vez, presionado por la soledad, sintió ansias de compañía o pareja, y así le dijo a la abuela en una ocasión mucho antes del “velorio” y como una forma de solicitar solidaridad o colaboración, cosa propia en el caso de propósitos matrimoniales wayuu. –Tachee, cuando me acuesto lo hago solo. Siempre están a bordo del chinchorro mis dos pies. Quiero embarcar otro par para así poseer  cuatro pies.

Por estar distraída en el momento, motivado a la venta de unos cocos en el puerto de Aléramo, Emilia  no le entendió y se quedó pensativa y él agregó de inmediato en forma más clara y directa: Deseo la compañía de una mujer. Y así, con sonora carcajada, la abuela terminó por comprenderle.

Hablaba un wayuunaiki entretejido de imágenes y metáforas. Se trataba de un poeta y sabio. A su madre la llamaba tata (mi estuche) y a las vacas maama (madre).

Cuando llegaron al caño Amunolu, uno de los brazos de aguas de lluvias y aliviadero del Paraguachón, le comentó a su “acompañante” -Madre, se están evaporando los pozones del caño y en su lugar se acumula un grueso y pegajoso cieno, muy peligroso para animales sedientos. El agua se seca a causa del viento y el calor; los dos más agresivos sobrinos del verano. Ellos inician el daño y el tío hace su cosecha de muerte y ruina. El verano es el cacique del desierto y un jinete perverso que enturbia y llena de espuma e impetuosa furia a los predios del Golfo.

La madre sólo “escuchaba” pero no le contestaba. Él tampoco esperaba respuesta. Sólo el lacito del pañuelo, parecía entusiasmado de vida por el retozo de la brisa reinante.

Era un excelente conversador, entre sus anécdotas favoritas trataba de manejar con cuidado y apego a la verdad y a la geografía lo referente a las atrocidades y crímenes del coronel gomecista Juan Bautista Reyes, en días pretéritos, gobernador de La Guajira, con sede en Paraguaipoa.

Él no era el único que tenía cementerio en la Alta Guajira. Todos los clanes tienen su origen y raíces en el centro y extremo de aquella península.

Muchos fueron los factores que estimularon el desplazamiento de la descendencia de los antiguos pobladores entre ellos principalmente el sueño de encontrar mejores agostaderos o forrajes para sus ganaderías. Desde la costa y la elevación de la propia serranía de dicha península se observaban hacia el sur y el oeste los tenues destellos de unos relámpagos indicadores de una distante presencia de frecuentes lluvias. Una oralidad encadenada confirmó las presunciones. Hacía el sur existía un río, bautizado Limón por los alijunas que inundaba con ciénegas y crecientes a extensas sabanas. También estaba el Caño Paraguachón, drenaje natural de aguas de lluvias que transportaba la escorrentía de la Serranía de Carraipía y las sábanas de Maicao. Más allá, hacia el oeste se encuentra el río Ranchería, que nace en la propia Sierra Nevada y desemboca en la población de Riohacha, otro nombre alterno del mismo caudal que nos ocupa. En fin, era la suma de tres húmedas bendiciones ubicadas en la antesala del desierto wayuu. Y así fue, se trataba del llamado de las lluvias, del llamado de las aguas dulces. A su encuentro y provecho viajaron numerosas familias en oportunidades diferentes y con sus rebaños por delante. Y atrás, en el desierto quedaron ombligos, ancianos, terruños y cementerios. A ello también se suma como factor de una migración forzada, el derramamiento de sangre. Pero por lo que fuese, quedaba como un imperativo genético el culto al pequeño mundo de los ancestros.

Aquellos linajes trashumantes, ya en sus destinos fundaron caseríos o rancherías y cuando uno de sus miembros fallecía se sepultaba en la vecindad del nuevo

asentamiento en un cementerio considerado provisional. Al cabo de varios años los wayuu vivos o difuntos son sujetos del “llamado de la tierra”, del llamado de los ombligos, el llamado de la matriliniedad y de las abuelas dormidas decantado en un retorno; poderosa razón por la cual Kaashana llevaba a cuestas a su madre y a su pobreza.

A la medianoche siguiente de haber pernoctado en el Caño Neima, le tocó pasar también por la cañada seca de Cojoro. Allí “le comentó” a la madre, bajo la intensa claridad de la luna: -No se ve nadie por aquí. Los cobradores de peaje deben estar durmiendo una borrachera. De todos modos, somos desposeídos… el único tesoro que  llevo a cuestas eres tú. Dentro de cuatro días, luego de colocarte al lado de tu madre en el cementerio de Peerpanou, volveré a quedar solo y ataviado de vejez y pobreza.

En aquellos días, unos wayuu llamados kusinas reclamaban a los viajeros indefensos, bajo amenazas, flechas en manos, un “derecho de paso”, que a falta de dinero se pagaba en especies, sobre todo maíz y otros comestibles.

El anciano había llegado años atrás a Macoomatira, procedente de la Alta Guajira, debido a la muerte de un wayuu provocada por un hermano suyo. El homicida se fue con su mujer hacia los lados de las salinas de Manaure, buscando el apoyo de sus cuñados. Los habitantes de esas costas eran hombres bien armados. Hasta allá no irían sus enemigos a derramar su sangre.

Kaashana decidió trasladarse hacia Paraguaipoa. Había oído que allí existía la presencia permanente de soldados que limitarían el desplazamiento de sus enemigos. Traía también un pequeño rebaño de chivos y ovejas, logrados bajo el pastoreo de los “hijos”.

Se asentaron a la sombra de unos frondosos cujíes en las proximidades del cocal y casa de Matilde y su hija. Ellos sabían de estas señoras por referencia, mas no la conocían personalmente. Pero seguros estaban que eran uliana y de conducta transparente.

La aldea estaba tierra adentro, no lejos del Golfo. En noches de conticinio, como preludio, se oía la sinfonía marina. La riqueza pesquera estaba virgen o intacta. Algunos hombres de Macoomatira, hábiles con el arpón, lograban atrapar enormes sábalos con escamas de un diámetro, similar al de una totuma de beber café.

Una madrugada, una vecina y parienta de las abuelas fue a visitarlas. Les dijo que, procedente de la península, había llegado un wayuu aapüshana con varios hijos de ambos sexos con un pequeño lote de chivos. Los jóvenes eran hijos de un hermano fallecido años atrás. En realidad, sobrinos o hijos adoptivos. La cultura wayuu se los endosaba como hijos de él por ser descendientes de su linaje. Era viudo. Venían huyendo de un enfrentamiento debido al homicidio que había provocado un hermano del recién llegado. El viajero también se trajo a su madre enferma, para evitar que la asesinasen, a pesar de que  los códigos eximen de agresión a la mujer wayuu.  Por cierto, que debido al malestar y a la amargura del éxodo, la anciana falleció poco después.

La abuela le dijo a su vecina que les informaran a los recién llegados que el corral de su ganado estaba a la orden de sus semovientes, lo mismo que su casa y su amistad.

Así nació una relación que se constituyó familiar. Los nietos del viejo también pasaron a ser nietos de Emilia.

Kaashana, aún  lleno de vitalidad, fue empleado como ordeñador en una hacienda del alijuna marido de Emilia. Se trataba de un ganadero nacido en Maracaibo y con una esposa también alijuna. Tenía dos piraguas y varias posesiones en las vecindades de la Laguna de Sinamaica. Posteriormente Emilia enviudó, el ganadero fue asesinado por orden del coronel del ejército.

Así pues, se sabrá que no eran esclavos de nadie, sino una familia que huyéndole a una ligereza derivable en posible guerra, buscaron refugio en las vecindades de Paraguaipoa.

Después de andar unas veinte leguas, caminando de noche bajo claros de luna para evitar la insolación, llegó al cementerio de Peerpanou, aldea pequeñita ubicada en el estribo de Macuira y al noroeste de Castilletes. Esos confines parecen ser la génesis de la etnia wayuu. Cualquier enorme hendidura u hondonada de esa serranía debió ser la gigantesca vagina de la madre tierra, donde caminando desde su interior, salían gruesas columnas de wayuu.

En la aldea vivían unos sobrinos de su padre, pero el cementerio estaba en el camino y en una explanada al suroeste de los ranchos. Sus menguadas fuerzas, debido a la sed y el hambre, no le permitían hacer ninguna clase de notificación.

Estaba muy cansado. El largo viaje fue agotador. En una especie de pequeña cueva o nicho, excavada en la pared de un montículo, con propósitos funerarios, se encontraban los restos de los antepasados de la mamá de Kaashana. Él conocía la vasija correspondiente a su abuela y sobre ellos colocó los de la difunta. Colocó la talega bajo los envases y le dejó el pañuelo en el cráneo de su madre. Miró con su único ojo, y por última vez, según su presentimiento dado a su

edad, a los restos para él sagrados de su abuela y su madre. En su ojo averiado, unas lágrimas en vano trataban de rehabilitar la visión. Con las pocas fuerzas que le quedaban terminó de llegar a la casa de sus primos y se tendió en el suelo a dormir profundamente.

Durmió toda la tarde hasta la madrugada siguiente. A esas horas tomó alimentos. También consumió leche ácida  y de inmediato fue sometido por las ancianas a un intenso interrogatorio. A ellas si les confesó la verdad y motivo de su traslado. No había razones para ocultarles nada a esas personas, descendientes de un tío paterno, que en cierta forma eran vecinos y garantes de ese osario.

Ya acomodado en un chinchorro, las mujeres le recriminaron su actitud por no haberles notificado con antelación sobre sus propósitos. -¿Y tus hijos no te auxiliaron? –Preguntó su prima mayor. -Ellos hacen equilibrio sobre las ramas de su propio linaje, nada tienen que ver con la difunta, -contestó.

Quizás también no quería compartir sus emociones, duelo y pobreza con nadie, ni siquiera con una bestia de carga.

Y dueño de la palabra, agregó: -Pónganse en mi lugar, soy un hombre pobre, no poseo mulas ni caballos. No tengo animales para regalar, razón por lo que no he invitado a nadie. Mis hijos atienden sus animalitos y a su familia. Soy el único señalado para esta tarea que he cumplido amorosamente y que me brindará hasta la hora de mi muerte una gran satisfacción. Ella está allá en el cementerio reunida con sus ancestros. No va a ser difícil identificarla. En su cabeza le dejé el pañuelo que utilizó en el viaje, tal como solía hacerlo en vida y sobre todo cuando íbamos a las goletas de Castilletes, a cambiar un  chivo por panela y maíz traído de Maracaibo. Vayan y llórenla tal como yo lo he hecho durante esta última semana.

De regreso en el camino, a la altura de A’patalajaain (explanada) la recordó como un buen mirador. Excelente sitio para volver la mirada hacia atrás y apreciar a lo lejos el punto de partida. El estribo de la Serranía de Macuira donde se encontraba la aldea y el cementerio de Peerpanou y a la derecha la Laguna de Cocinetas, hermosa esmeralda de agua verdiazulada y de fondo los promontorios de Castilletes. Volvió a mirar de nuevo a la izquierda… a la serranía. Lugar donde su ombligo lo había anudado sentimentalmente a esa tierra. También apreció a Patsuwa, la cañada seca que cosecha las aguas de lluvia que caen sobre aquella serranía. Adormitada e inofensiva en el verano, pero con un pacto milenario con el Golfo, entrega con violencia en corto tiempo su comprometido, terroso y turbulento tributo. Trató de atesorar el paisaje como un recuerdo en el interior de su único ojo.

En marcha de nuevo, reflexionando, en compañía de su soledad, convencido estaba que nunca más volvería a disfrutar de ese escenario, quizá en sueños, debido a la limitación de la enorme distancia como también de sus fuerzas y edad que  eran irreversibles. No estaba muy seguro del tratamiento que le diesen a sus despojos. Le preocupaba que sus restos los consumiese la arena y el olvido en el cementerio de Atnaira, en las cercanías de Paraguaipoa.

Una madrugada con buena luna, en casa de la abuela Emilia, luego de dos meses de ausencia, una jovencita nieta de Kaashana, dirigiéndose a la hamaca de la anciana le dijo: -Llegó el tapaai, al parecer a medianoche. Se encuentra en el cobertizo en su chinchorrito reciclado.

La anciana le dijo a la muchacha: En la cocina,   guindando de un garabato en una olla, hay un sabroso guiso en coco de lisa salpresa. Prende la leña. Cuando despierte le brindas la comida tibia. Dale chicha, café, agua y lo que te pida.

Al amanecer los dos longevos, la vieja y el recién llegado, iniciaron el reencuentro y el diálogo. La anciana le dijo:- Has llegado al parecer de un largo viaje. Espero que te haya ido bien y que encontrases los tuyos sin novedad. -¿Están en  Guajira Arriba los pastos verdes y las ganaderías gordas

La abuela haciendo evasivas, no le habló del traslado de los restos de su madre. Fingió no saber nada. Pero los tres kilómetros que separan su casa del cementerio de Atnaira fueron salvados por una cadena de oralidad. De casa en casa y hasta la vivienda de la vieja Emilia llegó la noticia de que lo habían visto un par de meses atrás, un día muy temprano  removiendo las arenas del cementerio de Atnaira.

Los dos ancianos no se miraron para obviar o ver la desnudez de la verdad. No le preguntó sobre ese particular para no herir un sentimiento de gran intimidad. En ese velorio se cumplieron todos los cánones de la cultura funeraria wayuu, sólo que las limitaciones de la insolvencia le dieron un marco de discreción. Al anciano sólo le interesaba su obligación en calidad de hijo consciente y responsable, impronta de toda su vida.

La abuela distrajo su vista, observando como de costumbre hacia el naciente, donde las palmeras del cocal danzaban bajo el compás de las brisas veraneras del Golfo, como también las dunas y arenales blanqueados de sol y en el horizonte opuesto, la serranía de Guana, minimizada  a distancia, inmóvil y entregada profundamente a su sueño de siglos.

Mientras Kaashana en silencio, con un ojo fatigado, y el otro húmedo e inútil, con un trozo de vara, a manera de rústico bastón, dibujaba en el piso de arena unos motivos indígenas que representaban la espiral de su vida, casi anónima, sin bienes, flecos ni presunciones.

 

Juan Püshaina

Carretal, diciembre de 2007.