A  LEONCIO  POCATERRA

(o mejor, Juan  Pushaina)

Artemio Cepeda Fernández

Leoncio Pocaterra ha forjado sus poesías y cuentos bajo el cielo alucinante de La Goajira, la cual no sólo es su espacio geográfico natal, sino también La Gran Tierra Imantada de sus ancestros indígenas, hacia donde él desanda y nos trae entre manos el corazón latente de su humilde mensaje, cifrado de andanzas y vivencias.

Modelando la paciente arcilla de sus poesías y cuentos, lo puedo imaginar vigilando los últimos luceros a las puertas de la gran aurora wayuu, como un laborioso artesano de la palabra escrita que dirige su mensaje soñado al oído perceptivo del indígena universal de estas fronteras y al gusto del alijuna amigo.

Allí, en su Gran Tierra Imantada, siente el viento nordeste (JEPIRACHII), madrugando con avíos de maíz tostado y arreos de nubes, en camino a los colgaderos del Calancala. Ese mismo viento nordeste, que cataloga de hechizo caribe que fragua charcas en su piel de salinas, lo ve también, como un baquiano wayuu que se conduce al alba por azules senderos.

La mirada es aparentemente triste; pero, en realidad, siempre se halla soñando como sueña un verdadero escritor; es decir, siendo feliz con su labor.

Y es que sabe que el hecho creador implica un enorme goce íntimo.

Lamentablemente, en los últimos tiempos, cuando recibo de sus manos sus trabajos que tan fielmente obsequia, como quien entrega en cada uno su corazón, me duele oírlo quejarse con frecuencia de los muchos males de su cuerpo y de su espíritu; pero eso no evita que siga siendo un buen escritor que forja, palabra a palabra, el acero poderoso de su poesía y su narrativa con la santa paciencia de las piedras.

Este hombre pacífico, indígena puro, con cara prestada de turco, cuerpo robusto, piernas cortas, andar lento y pesado es, además de un paciente y minucioso historiador, un narrador que escribe cuestiones tan distintas como la Conquista de España, las Arenas de Castillete, las Hostias, la Próstata, los Galápagos, los Zamuros.

Por ejemplo, cuando nos habla del líquido vital que es el agua, la define como instrumento de ira Divina y bisílaba que acaricia a cinco continentes; asimismo, escribe de la conserva de Leche que, según él, es hecha con arte de Sinamaica;

a los libros los considera silentes y generosos palabreros de la memoria de los hermanos Alijunas;

a los zapatos, mascoticas silenciosas que apacentan bajo la sombra de nuestros sueños; a esa luna que Lorca la sueña gitana con su polizón de nardos, con una poesía tan bien lograda como aquella, la nombra viajera grávida de menguas y veranos, que de madrugada se baña en el espejo de agua de Cocinetas; del alijuna dice:

ayer conquistador con astas y enseñas de odio, hoy amigo o abuelo rendido de ternura y amor; al palafito lo cataloga de sueño de enea fondeado en la orilla de un espejo encendido de luceros; al turrón de merey:

manjar de cielo hecho maná sobre salinas. A fin de cuentas, Leoncio Pocaterra escribe tantas cosas del Cielo y la Tierra, tantas cuestiones Divinas y domésticas, que podríamos catalogarlo como el Aquiles Nazoa del cosmorama Wayuu.

 

 

Agosto del 2003